lunes, 17 de enero de 2011

NUEVA YORK Y QUITO VIAJE INOLVIDABLE JMA


Nueva York y Quito

Viaje inolvidable. La impresionante ciudad de Nueva York y la ternura de Quito captaron –cada una desde su propia naturaleza–, la sensible atención de nuestro escritor.

Por: José María Arguedas*

[*] El Dominical, 17 de octubre de 1965. Fragmentos.

Luego de visitar grandes universidades de los Estados Unidos y ciudades importantes en una ruta trazada desde Nueva York hasta Berkeley, llegamos a Quito en nuestro viaje de regreso.

A la salida del templo de San Francisco, caminamos unos pasos en la gran plaza y, como nunca antes, la luz del templo reanimó toda nuestra experiencia de los Estados Unidos y de América Latina.

No fue el Rockefeller Center ni el Empire State lo que nos impresionó más de Nueva York; fue el rascacielos de la Panamerican, elevándose durante la noche como una columna rígida pero vivificada por la iluminación eléctrica, sobre el oscuro cuerpo del edificio de la Estación Central del Ferrocarril, que tenía una sola ventana con luz en su gran mole apagada.

¡Nueva York! ¡Quito!

En búsqueda de la ternura
En Nueva York los ojos se olvidan de las montañas y de los ríos, de los arbustos floridos, de los abismos sonoros o desérticos, del canto de los pájaros y de los hombres que contemplan, absortos o tristes, en silencio, su propio corazón. Entre ese orden de lo desmesurado entre los monstruos felices que son los puentes, las prodigiosas carreteras, los rascacielos iluminados o quietos, el hombre camina apurado, y yo también caminaba contagiado, al ritmo que los otros, pero contemplando todo ese artificio descomunal con un entusiasmo casi infantil. ¡Obra del hombre, ese monstruo que debía asustarme solo estimulaba mi fe, lo que hay de poderoso en la médula y en la mente humana! Y buscaba cómo en qué parte de la ciudad, podía depositar mi mano para acariciar la ciudad. No encontré símbolo alguno que lo representara. Quizá esa ciudad no acepta, no conoce y aún rechaza la ternura. Y un buen latinoamericano, de adentro, sospecha –con ingenuidad inconcebible– que ese gigante rechaza y probablemente rechazará por mucho tiempo lo que más necesita.

Idéntico tono en la voz…
-¿Ha dormido usted bien señor? ¿Ha estado calentita la cama? ¿Puedo aumentarle una mantita?

La camarera del hotel Embajador de Quito me miraba, de veras, como a un hermano.

-Estoy para servirle, señor…

“Desde La Paz hasta Quito, la misma flor, el mismo canto, idéntico tono en la voz de la gente”.

Entre esa camarera y yo hubo una misma corriente de simpatía instantánea de identificación gozosa, de aldeano anhelo de desearse y procurarse el bien, el uno al otro. (...)

La inmensa urbe
A medida que fuimos alejándonos de la inconmensurable ciudad, alcanzamos a conocer algo a los norteamericanos y su territorio, sus capitales, sus centros de enseñanza e investigación, su “aterradora” abundancia, sus indescriptibles centros industriales, Nueva York fue cambiando de semblante en nuestra memoria. Ese castillo de luces, ese maremágnum que hierve en orden, se nos fue convirtiendo en el ojo implacable de un monstruo demasiado tenso y harto, tan harto que, como cualquier viviente de ese modo satisfecho, lo quiere todo para sí, aún cuanto se desborda a través de sus poros, a causa del exceso de hartura. Los pocos norteamericanos en quienes creí encontrar esta misma impresión de Nueva York, me parecieron tan asustados como yo, pero desorientados algo perdidos, royéndose las entrañas, entregándose a torturas tan intensas, acaso tan estériles y solitarias como esa única ventana iluminada del inclemente muro de la Estación Central, durante la noche. (...)

El hierro y el oro
La iglesia de San Francisco, la Compañía de Jesús, la Catedral de Quito, las altísimas y suaves montañas que rodean, abrigan y dan su aliento a la ciudad; la ciudad y su polícroma multitud, cargada de anhelos, de misterios, nos asombran, nos recuerdan que somos necesitados, fraternos e inmortales. ¡Estamos felices, ciudad de Quito! San Francisco y la Compañía son oro ardiente; ese oro y su fuego son la imagen de nuestro poder. Nosotros hacemos arder el oro para que su luz ilumine, no para que ciegue y mate la ternura. Nadie, que yo conozca, fabricó crisoles tan candentes, tan sabios, tan nativos como Quito. En mi corazón dos ciudades luchan desde que llegué del primero e inesperado viaje a los Estados Unidos: Nueva York y Quito. Las fundieron a las dos en una sola. El hierro y el oro para inspirar, para lanzarse al infinito. Quito: gran ciudad, la más hermosa de cuantas he visto en el mundo, con la lengua del hombre andino te hablo, regocijado: “Napaykuykim hatun llaqta. Qam hina sumaq runa kachun, kaypipas, may pachapipas”. (Te saludo gran pueblo. Que el hombre sea hermoso como tú, aquí, allá, en todas partes y en todo tiempo).

[*] El Dominical, 17 de octubre de 1965. Fragmentos.

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