lunes, 17 de enero de 2011

AÑORANZAS DE JMA

(*) Berlín, 18 de setiembre. Publicado en El Dominical el 7 de octubre de 1962.

AÑORANZAS DE ARGUEDAS

No destruyamos el Perú amado

Desborde popular. La paulatina desaparición de pueblos como Sondondo (Ayacucho) a causa de la migración fue una de las grandes preocupaciones de Arguedas.

Por: José María Arguedas*

En esta misma página escribí sobre París. En pocos lugares del mundo, casi en ninguno me sentí más orgulloso de ser hombre ni más feliz de estar vivo en esa ciudad. Afirmé que necesitamos para realizar nuestros grandes sueños, como país antiguo, de los valores de la cultura occidental que en París se muestran con tanta perfección. Pero, en este instante estoy volando en jet a una gran altura sobre los Andes peruanos. Sí. Somos una tormenta de montañas secas aparentemente estériles; un ciclópeo alarde de la naturaleza; una recreación bella y cruel del mundo. Sobre los abismos que culminan en leves declives se ven débiles pueblecillos, amarillentos y exiguos campos sembrados. (...) Recuerdo con preocupación y algo de espanto las cifras del último censo publicadas en los periódicos.

Toraya, de la provincia de Chalhuanca –donde pasé un día en 1924– tenía en 1940 creo que 1.000 habitantes; en el censo último figuraba con menos de 600. En 20 años había perdido más del 30% de su población. Hace pocos meses, el pueblo de Sondondo, de Lucanas, celebró una matiné en Lima. Sondondo es un pueblo de indios, cerca de un río cristalino rodeado de montañas inmensas que le dan luz y hondura. Su memoria me cautiva aún. Sondondo tendría en 1919, cuando yo era un niño, unos 600 habitantes. En aquella matiné reciente, el local de las Sociedades Unidas del jirón Miró Quesada estaba colmado de sondondinos que bailaban jazz y huainos y contemplaban a dos bailarines de tijeras que danzaban en el patio interior. Sí, en un patio de piso de losetas y gradas, frente a la capilla de cal y canto o bajo los árboles de lambras.

-Ya casi no hay gente en Sondondo –me dijo en quechua un paisano–. Todos estamos aquí.

-¿No tienes pena de Sondondo? –le pregunté.

-La vida triste allá. Pero vamos para la fiesta grande. Entonces no cabemos en el pueblo. Aquí en Lima hemos aumentado.

Pero siempre sondondinos, pues.

No, no era cierto. Muchísimos están alimeñados. Observé que estos miraban a los bailarines si no con desprecio, con curiosidad, especialmente los jóvenes.

-¿Le gusta la danza? –pregunté a uno.

-El sonido de la tijera es bonito –contestó.

Yo abracé al bailarín triunfador. Era de los maestros verdaderos. Hacía catorce años que estaba en Lima; trabajaba como obrero textil, su competidor era carnicero. “La vida triste allá”. “Ya casi no hay gente en Sondondo. Todos estamos aquí”. Y la capital crece, con tentáculos harapientos que se extienden sobre los cerros, a la orilla maloliente del Rímac, o en arenales lejanos sin agua, cubiertos de neblina o ferozmente golpeados por el sol. En Chimbote, en Arequipa, hasta en el pequeño Chancay, los serranos que abandonaban sus pueblos se hacinan en chozas de carrizo o de esteras, apiñadas. Los olores de la podredumbre de los desperdicios se asientan, crecen, se pegan a los techos de barro o de trapos. Pero el serrano está bajo esa inmundicia, erguido, tenaz, excitándose a sí mismo, guapeándose con poderosas interjecciones quechuas, mientras la amada tierra de los pueblos deja de ser cultivada, se seca, y las casas vacías agonizan. Claro que el serrano trabaja en Lima sin olvidar su pueblo. Reúne dinero para escuelas, templos, relojes públicos y aun carreteras.

Pero el contacto con la ciudad le ha hecho sentir de repente el silencio de su aldea nativa. El silencio, la inactividad, los períodos de ocio, la desnudez y el hambre. Ya no hay gobierno que los aliente, que les reparta tierras, que los impulse a trabajar.

Entonces el trabajo era sagrado; el ocio y el robo un sacrilegio. En la colonia se les obligaba, pero podían seguir celebrando grandes fiestas, gobernar sus comunidades y, de vez en vez despedir con lágrimas de sangre y los más tristes cantos creados por el hombre a los que marchaban a la mita, que era una de las peores formas de la muerte.

¿Y después? ¿Ahora? ¡Ahora nada! O cosas casi equivalentes: El ocio y la exacción, privilegios de los grandes, como mal ejemplo.

Estamos matando una parte del Perú amado. La gran tierra que los antiguos hicieron producir, dominando como un semidiós los abismos y las cumbres, embelleciéndola aun más, labrando sobre su hermosura natural de tormenta, la armoniosa y cautivante línea de los andenes y los jardines. Esa tierra se despuebla, vuelve al salvajismo. Qué tarea más digna del ser humano que esta de domesticar los Andes, un geológico torbellino. Sobre el avión que vuela a mil kilómetros por hora me siento orgulloso de recordar los andenes que convirieron los abismos en jardines. Se puede considerar casi como equivalentes ambas hazañas.

Retengamos a los serranos en su tierra, sino hemos de morir de hambre y de sofocación más tarde. ¡Que nuestras montañas no retrocedan al salvajismo en la era atómica! Máquina y adoración a la tierra no tienen por qué ser incompatible en el Perú; pueden ser y han de ser complementarios. Una reforma agraria bien planeada puede hacer resurgir la mística del trabajo y la mística del Perú. No será tarea difícil. Recordémosles a nuestros niños y jóvenes la grandeza del Perú antiguo y que quienes gobiernan el país no suban al poder para hacerse millonarios. Bastará una pequeña y verídica prueba de fervor auténtico por el Perú de parte de los gobernantes para que el pueblo se levante con energía sagrada. Aún el “colono”, como en “Los ríos profundos” desafiará a la muerte para enrolarse en alguna movilización profunda que lo salve. Sí. Lo quiero decir. Ha sido suficiente que la actual Junta Militar de Gobierno ofrezca algunos signos de honestidad y de amor al país para que renazca la esperanza, para que los espíritus decepcionados convalezcan, se alivien y recuperen el aliento.

Hay en el Perú un trasfondo místico que viene de sus milenios de historia; hay en el hombre, especialmente en los andes, en las comunidades, una no escondida fe, una seguridad religiosa en su poderío. “Si lo decidimos, podemos abrir un camino por debajo de las montañas hasta el mar”, lo dijo en quechua un alcalde indio a un subprefecto de Puquio. Hemos vivido decenios gobernados por gentes que han pretendido, conscientemente o no, destruir este corazón. No lo han podido lograr ni lo lograrán. Pero pueden torcer el camino. Necesitamos nuevamente construir andenes en los abismos, cantando. Y cantaremos con más energía y trabajaremos con más poder cuanto más libres nos sintamos. Las fábricas son indispensables, pero tanto o más necesitamos del trigo, del maíz y de la fe.

(*) Berlín, 18 de setiembre. Publicado en El Dominical el 7 de octubre de 1962.

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